Escribo este blog, como dije anteriormente, para poder hablar de cosas que no podría tocar en una conversación con mis amigos o mi familia. O quizás sí que podría, pero ya he dicho que me siento más cómodo en el anonimato a la hora de confesarme. El motivo, decía, por el cual tengo la oportunidad de ir a estudiar al extranjero, tiene nombre de chico y de ciudad gallega.
Volvamos unos años atrás en mi vida, concretamente al verano de mis diecinueve años. Acababa de romper con mi anterior pareja, Luis, un chico posesivo y egoísta que me había hecho la vida imposible, y estaba bastante mal de ánimos. Me sentía usado y poco menos que una mierda, pensaba que no le importaba a nadie, que era una mala persona, que estaba loco... en fin, regalos de despedida de una persona que reinventó el concepto “maltrato psicológico” conmigo. Agosto moría y el verano se iba haciendo lento y caluroso encerrado en Villa Porta, el pueblecito costero en el que veranea mi familia desde que tengo memoria. Lógicamente, después de terminar con Luis, estaba desganado y solo me apetecía que los días pasaran rápidamente para poder volver a mi ciudad, retomar las clases y olvidarme de una vez por todas de aquella tortura veraniega. Pero aún quedaban un par de semanas estivales y para no aburrirme todavía más bajaba a la playa a bañarme o leer en lugar de quedarme en casa. Algunas noches salía con mis amigas a tomar algo en el pueblo. En una de esas ocasiones, fuimos a la fiesta de despedida de un chiringuito de la playa. Realmente no me apetecía ir, pero me llevaron prácticamente a rastras.
Siempre he odiado los chiringuitos: el tiempo que te hacen esperar para servirte, los gañanes con medallitas de la virgen al cuello y espalda peluda, las marujas-cachalote que ocupan treinta metros cuadrados, los niños corriendo y revolviendo la arena… Sí, vaya, que odio todo lo que es el concepto “verano” en sí. Afortunadamente, en la noche la cosa cambiaba un poco. Ni rastro de los niños ni las marujas –gañanes siempre hay–: sólo música de verbena de pueblo (booooooooooooombaaaaaa) y gente borracha por doquier. Mi ambiente. En estas que me encontraba yo bebiendo un daikiri como el que no quiere la cosa cuando aparece un chico a lo lejos. Nada espectacular: alto, ojos marrones, de rostro agradable, pelo y barba a lo Santi Millán. Oh my Cat, pienso, sonríe y no dejes que te tiemblen las piernas. Me saluda. Este gesto siempre me sorprenderá porque con el tiempo me ha demostrado que es bastante tímido. Le devuelvo el saludo. Comenzamos a charlar… nada interesante. Su voz suena diferente.
Dani: ¿De dónde eres?
Él: De Vigo.
Dani: Oh, Vigo… lo conozco. Tengo familia allí. ¿Te llamas…?
Él: Santi.
Fíjate, Santi, tal y como el actor con el que guarda un remoto parecido (es igual de larguirucho y desgarbado y se queda en nada si le quitas el pelo y la barba). Seguimos hablando. Me dice que tiene veintiséis años, que acaba de terminar Telecomunicaciones y que tiene una beca para irse a hacer prácticas a Londres. Le hablo acerca de mi carrera de Bellas Artes –recién comenzada por aquel entonces– y la noche se dilata en charlas afables y triviales. Es obvio que nos gustamos, y mucho. Me dice que tiene el coche ahí, que si quiere podemos ir a su casa y continuar la charla. Acepto. Desde la ventanilla veo a mis amigas haciendo representaciones bastante gráficas de lo que piensan que va a suceder. Durante el trayecto pone un cedé de Portishead. Me siento en la gloria. ¿Un tío atractivo, simpático, de veintiséis años, con coche y que además escucha Portishead? Debo estar soñando. Cuando llegamos a su casa –una unifamiliar de las que hay al borde de la playa y cuya construcción fue, por así decirlo, un tanto polémica– nos sentamos en el salón y trae dos cervezas de la cocina.
–Te ofrecería algo más refinado, pero no tengo otra cosa… –se excusa.
Le digo que no se preocupe y le pregunto por sus padres. Abro mi lata, cuyo fsssssss me salpica en un ojo. Trato de disimular mirando hacia atrás mientras maldigo todas las bebidas con gas del planeta.
–¿Mis padres? –rió–. En Vigo andan. He venido con unos amigos y hemos alquilado juntos esta casa. La mayoría debe de estar durmiendo o al llegar.
Me siento tonto por preguntarle algo tan infantil como dónde estaban sus padres. Seguimos bebiendo cerveza y riendo. Yo sabía que aquello no terminaría así, que dentro de poco vendría el sexo desenfrenado y traté de serenarme. Siempre me ha dado miedo acercarme a un hombre. Pero, al contrario de lo que había pensado, Santi no hace el más mínimo intento de acercamiento. Simplemente sigue ahí, sentado en el sofá, frente a mí, bebiendo cerveza y mirándome fijamente. Me pregunta si deseo pasar la noche allí o quiero que me acerque a casa. Me decanto por lo segundo. Santi iba algo bebido, pero no me atreví a decirle que prefería irme andando a montarme en su coche en aquel estado. Afortunadamente llegamos bien, intercambiamos móviles y me dio un breve beso en la boca, diciendo algo como “volver a vernos”. Cuando el coche hubo desaparecido en la negrura, me maldije por no haber sido capaz de darle lo que seguramente él estaba buscando y pensé que no volvería a verle o que me ignoraría si nos encontrábamos en la playa. Pero una vez más me equivoqué.
Al día siguiente me llamó para bajar a darnos un baño. Acepté. Estuvimos hablando un rato y fuimos a dar un paseo por la playa. Al principio estaba muy distante y pensé que no le gustaba nada, pero no fue así. Santi es muy educado y demasiado políticamente correcto como para haberse atrevido a dar el primer paso conmigo, aunque lo deseara. De esas cosas uno se da cuenta, y más aún en la playa. Aquella noche volvimos a su casa y se repitió la misma escena del día anterior, con la diferencia de que, cuando me dejó en casa, le besé. Ése fue el comienzo de aquella corta pero decisiva relación. Las dos semanas restantes de verano (que se convertían en doce días, los que les quedaba de alquiler a Santi y sus amigos) fueron realmente intensas. Me enamoré de Santi, él me demostró que realmente es el hombre de mi vida. Iniciamos una relación en la que las carencias de uno las cubría el otro, pese a la notable diferencia de edad y la forma tan radicalmente distinta de ver la vida. Santi buscaba una pareja para toda la vida y yo no sabía qué andaba buscando, ni siquiera aún lo sé. El día que se fue (para pasar un mes en Vigo y luego largarse definitivamente a Londres) me dijo que quería seguir en contacto conmigo, que estaba dispuesto a esperar a que yo terminase Bellas Artes y me fuese a vivir a Londres con él. Acepté. Lo hice porque en ese momento lo deseaba.
Este es mi último año de carrera (el último de la primera parte). Al acabar el curso, Santi me seguirá esperando en Londres. Nos hemos vuelto a ver varias veces en que el bajaba a España y nos escribimos cartas y emails a menudo, con alguna llamada ocasional. Pero no sé si quiero ir, no sé si le amo como debería o si mi vida está avanzando por la vía correcta. Porque a pesar de que quiero muchísimo a Santi, he querido también a varios chicos en su ausencia, infidelidad, dirán algunos, necesidad dirán otros, indecisión quizás. El caso es que por una parte tengo el futuro diseñado, con un chico que me ama y me dará protección y cariño, pero por otra él ni imagina mis sospechas, no tiene duda alguna de mi amor y sigue esperándome como el perro al que se abandona en la carretera. Yo le quiero, pero no sé si ir con él es lo que deseo...